Oye, siempre que alguien te da algo gratis tienes que escuchar las mierdas que quiera decirte.
Angie a Quinn en Harlem, la serie (temporada 1, capítulo 2).
Uno de los conceptos que nos enseñan al inicio de la carrera son los principios éticos del trabajo social, entre ellos, no juzgar. Nos lo recuerdan desde primero a cuarto. Después lo repetimos nosotras a las compañeras estudiantes o profesionales noveles. Yo creo que habría que darle una vuelta al tema porque no juzgar es simple y llanamente imposible.
El cerebro humano está diseñado para juzgar. Además, nuestro cerebro prefiere los juicios negativos así que de entrada la cosa está complicada. Suelo decir en las formaciones que imparto —especialmente a estudiantes— que no se trata de no juzgar sino de gestionar el inevitable juicio, o más bien el prejuicio. Y en ese análisis y abordaje de nuestro prejuicio quiero introducir una idea que me parece más interesante que el manido no juzgar:No opinar.
Muchas profesionales de lo social en general y trabajadoras sociales en particular nos pasamos la jornada laboral opinando. Que si este tendría que buscar trabajo, esa tendría que dejar de tener hijos, aquella tendría que abandonar al marido, etcétera, etcétera, etcétera.
Unas veces pontificamos sobre las personas que atendemos entre compañeras café en mano y otras damos nuestra opinión no pedida a las personas que atendemos a modo de terapia. Estoy segura de que habrá muchas profesionales que no lo hagan, en cambio otras sí lo hacemos, especialmente cuando se trata de peticiones de ayuda económica. Pero no tenemos ese derecho.
La ciudadanía tiene el derecho de solicitar aquello que le venga en gana y nosotras el de aprobar o denegar aquellas prestaciones que dependen de nuestro criterio profesional. Diría incluso que más que un derecho es nuestro deber aplicar un juicio profesional riguroso en ausencia de normas o baremos transparentes y más teniendo en cuenta el panorama desolador en materia de ayudas para garantizar la subsistencia. Son, como sabemos, prestaciones basadas en el merecimiento que encima exigen superar las doce pruebas de Hércules para poder cobrarlas.
En el momento en que las personas atraviesan las puertas de las administraciones que gestionan pobreza quedan expuestas, desnudas. Esta cosificación también se da en otros sectores, por ejemplo el sistema sanitario, la diferencia es que allí nos desnudan por fuera y aquí desnudamos por dentro. A mí han llegado a despelotarme de cintura para arriba en un pasillo de urgencias, una experiencia de lo más gratificante.
Llegadas a este punto te estarás preguntando ¿Y entonces? ¿No podemos dar indicaciones a las personas que atendemos o qué? Por supuesto que sí. La semana que viene explicaré cómo.
¿Tú que opinas?