Esta es una entrada sobre etiquetas en trabajo social. O quizá debería escribir que es una entrada sobre malas praxis en trabajo social. Me refiero al uso de Fulanito es un adicto, Menganita es una dependiente y otras maneras de designar a las personas que atendemos. Son etiquetas que tampoco son exclusivas de la profesión ni del sector. En sanidad a veces nombran a sus clientes usando la parte por el todo: tengo una apendicitis en la seis. Aún así no es lo mismo decir tengo que atender una sífilis que tengo que atender a un sifilítico.
No me quiero detener en calificaciones despectivas del tipo Zutanito es un vago porque son, simple y llanamente, una falta de respeto. Por desgracia, este desprecio es cada vez más generalizado en una sociedad neoliberal como la nuestra. Ser pobre se ha convertido en un delito y criminalizar al diferente en norma. Una infamia ya inventada antes de la llegada de la ultraderecha casposa, por cierto.
A mí se me ha escapado algún calificativo despectivo últimamente y lo quiero confesar aquí como acto de penitencia y contricción. Dicho esto, me interesa hablar de las etiquetas que describen a las personas que atendemos por sus problemáticas concretas. Uno de los aportes más interesantes de las prácticas narrativas, impulsadas por Epston y White, trata precisamente sobre las etiquetas en trabajo social. No quiero extenderme pues hay mil y un textos sobre prácticas narrativas, por ejemplo este, súper sencillo o este, más científico.
Me limitaré a señalar que, entre otras cosas, las prácticas narrativas uno, separan a la persona del problema. Esta técnica es la denominada externalización. Dos, es la persona atendida y no la terapeuta quien nombra el problema, tomando así el control de la situación. Tres, es la persona la experta en la relación pues nadie sabe más que ella misma sobre su propia vida. Hay más cuestiones, pero he querido mencionar estas.
Opino que todo lo que acabo de explicar es perfectamente compatible con las categorías diagnósticas. Establecer categorizaciones y taxonomías es de mucha ayuda siempre y cuando tengan una naturaleza científica y operen a modo de guía interna para comprender, no como un apellido que la persona arrastra toda su vida. Sin embargo las etiquetas acaban por estigmatizar y contribuyen al pensamiento simple que con retraso teórico vengo denunciando. O al revés, puede que las etiquetas en realidad sean producto del pensamiento simple, no sé si fue antes el huevo o la gallina.
Pongamos por caso la palabra víctima, una palabra a priori carente de connotaciones negativas. Al contrario: La víctima goza de reconocimiento social, la compasión de sus semejantes y en algunos casos el disfrute de ciertos derechos. Es más, la víctima puede llegar a convertirse en voz autorizada y preeminente por encima de la de aquellas personas que no hemos atravesado su situación o vivido su padecer. Porque sus opiniones deberían tener un peso específico ¿no?
Las etiquetas, ya sean positivas o negativas, terminan condicionándonos y afectan a las personas que somos. Esto ocurre porque actuamos, consciente o inconscientemente, para responder a las expectativas que tienen las personas que nos rodean. Yo iría más allá: como profesionales somos etiquetados también por nuestros usuarios, o el resto del equipo con el que trabajamos, etc, «asignándonos» una serie de funciones, características, actitudes y aptitudes concretas que se corresponden al «trabajadora social» ¿Estás etiquetas modelan nuestras actuaciones profesionales con lo que se espera o debería de esperar de nosotras? Este tema da para reflexionar mucho…
El poder de las etiquetas es el poder del efecto Pigmalión o “profecía autocumplida”: las expectativas y creencias de una persona influyen en el rendimiento de otra. ¿La relación que se establece entre usuari@-trabajadora social se mueve también bajo un efecto pigmalión mutuo?
Muy interesante Belén! Un beso!
Mmm qué interesante. Malcolm Payne suscribe tu tesis en su clásico libro «Teorías contemporáneas del trabajo social». Este tema da para una entrada !De hecho me has dado una idea! ¡Gracias! Otro besote.
4 Comentarios
Las etiquetas, ya sean positivas o negativas, terminan condicionándonos y afectan a las personas que somos. Esto ocurre porque actuamos, consciente o inconscientemente, para responder a las expectativas que tienen las personas que nos rodean. Yo iría más allá: como profesionales somos etiquetados también por nuestros usuarios, o el resto del equipo con el que trabajamos, etc, «asignándonos» una serie de funciones, características, actitudes y aptitudes concretas que se corresponden al «trabajadora social» ¿Estás etiquetas modelan nuestras actuaciones profesionales con lo que se espera o debería de esperar de nosotras? Este tema da para reflexionar mucho…
El poder de las etiquetas es el poder del efecto Pigmalión o “profecía autocumplida”: las expectativas y creencias de una persona influyen en el rendimiento de otra. ¿La relación que se establece entre usuari@-trabajadora social se mueve también bajo un efecto pigmalión mutuo?
Muy interesante Belén! Un beso!
Mmm qué interesante. Malcolm Payne suscribe tu tesis en su clásico libro «Teorías contemporáneas del trabajo social». Este tema da para una entrada !De hecho me has dado una idea! ¡Gracias! Otro besote.
🔝 Top! Como siempre!
¡Gracias! Tú si que eres top.