Cuando comencé a trabajar en servicios sociales allá por 1998 creí que nunca llegaría a hacer intervención social. Me esforzaba mucho por aprender, pero todo lo que leía sobre terapia familiar me sonaba muy abstracto y todavía me asustaba más no comprender algunas ideas y términos, por lo que la formación generaba el efecto contrario al que yo buscaba: Cuanto más leía, más aterrada estaba.
Por otra parte, la escena en mi cabeza sobre lo que tendría que ser intervención social se desarrollaba en una sala con un espejo unidireccional, muebles de diseño y un puñado de terapeutas tan numeroso como jamás visto en servicios sociales, donde tampoco había ninguna sala con espejo, así que de ninguna manera estábamos preparados para intervenir, en todo caso podríamos dar algún consejo entre prestación y prestación.
Con el paso del tiempo me fui relajando aunque, como me encanta leer y soy muy curiosa, me seguí formando a través de cursos y continué comprando libros aquí y allá sobre todo lo que tuviera que ver con intervención social, terapia, etc. Intenté olvidarme del puñetero espejo unidireccional y traté de entender lo que esos farragosos ensayos decían y esos carísimos cursos enseñaban. A pesar de que solo captaba retazos me lancé a la piscina y empecé a aplicarlos con usuarios, que se convirtieron en mis cobayas solo protegidas, pobres, por el Código Deontológico (esa lectura me resultó más fácil desde el primer momento).
Y la vida siguió, como dice la canción. Y yo hice lo propio aferrada a dos ideas que me ayudaron mucho: La primera, que el respeto es una emoción transaccional. Tú respetas, te respetan. La segunda, que la gente no es tonta. Ni simple. La persona más violenta en algún momento te dedicará la mejor de sus sonrisas y la persona más amable en algún momento se enfadará por algo que le has dicho y probablemente con razón.
Veinte años después, una mañana de marzo, mi teléfono móvil sonó mientras recibía la enésima sesión de fisioterapia por mi fractura de tobillo. Me ofrecían un cambio laboral. Acepté con pena, mucha pena, pues desde el momento en que adquirí conciencia de lo que dejaba atrás comenzaron a venirme caras y nombres a la mente. Personas a las que en algún momento pude acompañar en sus momentos difíciles y a las que dí algo de paz, esperanza, fuerza, sosiego, alegría o serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar. Veinte años después me he dado cuenta de lo equivocada que estuve. La intervención social no era el espejo unidireccional. La intervención social era esto.
4 Comentarios
¡Muchas gracias!
Chapó Belén, me has emocionado!
Estaré encantada! Otro abrazo de vuelta…
Bueno, una entrada tan personal no requiere comentario. Mejor te mando un abrazo. (Otro día ya hablaremos de intervención familiar y social). Besos.