Pasé mi infancia en un barrio de los que hoy llamaríamos marginales: era un barrio de viviendas sociales, en las afueras de mi pueblo, ocupadas por familias gitanas que se mezclaban con las familias payas que no podían permitirse una vivienda mejor, entre ellas, la mía. Es curioso, jamás tuve la más mínima sospecha de vivir en un barrio chungo. Mi barrio me encantaba.
Digo que las familias se mezclaban porque, además de convivir en el mismo edificio, las puertas de los pisos normalmente estaban abiertas; las puertas de los pisos y las puertas de las casas de planta baja que lo rodeaban. Vivíamos mezclados: mi madre llevaba de vez en cuando con su coche a algún gitanilloenfermo al ambulatorio (era la única mujer del barrio con carnet) y yo pasaba mis largas tardes de juegos en la calle con esos mismos gitanillos, que de diferentes a mí tenían bien poco porque apedreaban los mismos gatos que yo y juntos luchábamos contra los niños del otro barrio con idénticos tirachinas, cuya munición consistía en grapas que robábamos en los almacenes donde se fabricaban las cajas para la verdura, que, por aquellos entonces, eran de madera.
Cuando mi madre iba a casa de una vecina a pedir sal, aceite o simplemente a pegar la hebra, tenía por costumbre asomarse a la puerta abierta y exclamar un "¿hay alguien?" a sabiendas de que la vecina en cuestión estaba dentro de la casa porque el olor a estofado y el ruido de ollas la delataba.
"Está feo entrar sin avisar", me susurraba mi madre. "¡Pasa, pasa, estoy en la cocina!" contestaba con un grito la vecina, y nosotras entrábamos con la confianza que nos daba esa puerta abierta y la sonrisa también abierta con la que nuestra vecina, cucharón en mano, nos recibía.
Mis padres, con mucho esfuerzo, compraron otra vivienda en un barrio mejor. Al menos eso decía mi hermana, emocionada por irse al centro del pueblo como la adolescente que era y en cambio yo, a mis ocho años, estaba perpleja porque me gustaba mi barrio, mis amigos, los juegos en mis calles a medio asfaltar. La perspectiva de bañarme en una bañera muy grande que había visto en el piso nuevo me parecía la única y exclusiva ventaja del cambio, ya que la que teníamos en nuestra vivienda era una de esas en la que solo te puedes sentar.
Crecí en ese barrio mejor, en el que las puertas de las casas estaban cerradas y en el que tan solo podíamos jugar en el callejón del mercado de abastos. Ya no tuve que preguntar más "¿hay alguien?" asomando la cabeza por la cancela. Ese "¿hay alguien?" desapareció de mi vida hasta el otro día, en el que me sorprendí diciendo “¿hay alguien?” al escuchar ruidos procedentes del interior del contenedor donde todos los días tiro la basura. Y en ese contenedor había alguien, que me miró con estupefacción al escuchar mi voz, alguien no muy diferente de mí, que también fue niño y seguramente también soñó con la perspectiva de un futuro mejor, personificado en alguna bañera muy grande.
Hasta la semana que viene.
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